De pequeña soñabas con viajar; pisar fuerte en la que, qué duda cabía, sería la mejor oficina del mundo; rodearte de amigas 24/7 divertidas; pasear de la mano de alguien que besase el suelo descrito por tus tacones de marca e infarto.
De adolescente calzaste destrozapies de Marypaz, rompiste mil y una medias del Día, luciste más culo que falda.
Dedicaste besos (mayoritariamente decepcionantes) a quien, en el mejor de los casos, te dedicaría un «¡qué buena estás!»; confundiste el sabor dulce y el amargo en tus noviazgos de mes y medio; desvirtuaste del uso los ‘te quiero’.
Tú y tus amigas contratasteis un sentido del rídiculo extremista, despidiendo a vuestras ya moderadas autoestimas. Una valla. «La vas a tirar». Un espejo. «Qué fea soy». Nocilla. «Voy a engordar».
Y así, ¿cómo esperas que piense en mi futuro mamá? ¿cómo esperas que me concentre en la historia del s.XVIII, la literatura del s.XIX o la física del s.XX? ¿crees que van a arreglar estas continuas ganas de llorar?
De joven, tienes dos opciones: prologar tu adolescencia, y consecuente sufrimiento, de forma indefinida o aliear tus prioridades según el principio: «yo, mi, me, conmigo«. Es decir:
– ¿Quien va primero? Yo.
– ¿Qué va primero? Mi presente y mi futuro.
– ¿Cómo hacer que vaya primero? Queriéndome.
Y repite cada mañana: ¡mis sueños están sólo conmigo!
